En la vida uno recibe regalos. Regalos pequeños, grandes, gigantes, minúsculos imperceptibles. Suspiros regalados y un flato que no puede menos que haber sido presente (aunque el occidente así no lo siente). Regalos que no lo son y no-regalos que lo son. Regalos medidos con taza china de té, regalos desamarrados, imposibles.
Durante el transcurso del martes recibí regalos… y no, no era mi cumpleaños. Era un día como hoy o cómo lo será mañana. Pero con regalos, oh sí. Preciosos y molestos regalos. Fueron los regalos de antaño, broncíneos, papafríteos, piña en la panza, maratóniteos y fundamentalmente regalos adjetivos (y todo lo anterior).
Un regalo es en esencia un objeto de intercambio, diría Levy Strauss, pues todo regalo implica y compromete al agasajado, y lo obliga a devolver, en un tiempo futuro no muy lejano, otro regalo a cambio. Un regalo también es un mojón de mierda, diría Freud, pues todos somos seres egoístas, y nadie quiere entregar nada sin recibir nada a cambio. Todo esto nos lleva a pensar que el que recibe un regalo queda constreñido a devolver algo a cambio, y el que no caga de vez en cuando, se constriñe. ¡No podría ser esto ni un poco más claro!
Históricamente, las mujeres fueron el primer objeto-de-regalo; monopolio institucionalizado por el hombre desde tiempos inmemorables. En la antigüedad la vida era mucho más ardua, y el trabajo mucho más riguroso. El hombre pasaba horas recolectando un mísero canasto de frutos podridos, o días enteros cazando a un escuálido antílope, o largas semanas arando la tierra con sus propias renegridas manos.
Las evidencias arqueológicas indican que en aquellos tiempos resultaba más económico regalar una mujer que una hogaza de pan. Recibir una mujer, obligaba a entregar a una mujer. En aquellos tiempos, éste sencillo precepto no era tanto una cuestión de aquiescencia con el otro, sino más bien, un principio básico de supervivencia.
Según la biblia Dios fue el primer dador de todos los tiempos. Las escrituras no son del todo claras, sobre todo en lo que respecta a todo aquello que acontece “antes del principio”, pero todo indicaría que fue en ocasión del primer cumpleaños de Adan que Dios le entregó a una compañera como regalo. No lo sabía entonces aquél cándido mancebo, pero Eva habría de costarle una costilla. Y es que ni siquiera Dios entrega obsequios sin pedir nada a cambio. Algún día nos dio la vida, y algún día la ha de querer de regreso. Dios nos prodiga una mujer, y la mujer nos pide un hijo. Nuestro pequeño hijo nos llama “papá”, y después nos pide un juego de video, vacunas o incluso un automóvil para su cumpleaños.
Éste más que sombrío panorama nos lleva a pensar que todo regalo es más bien una suerte de préstamo, con tasas de interés variables.
El regalo es un perpetuo juego de dádivas y ofrecimientos; un sutil simulacro de sorpresas y máscaras boquiabiertas. Lo que se instituye con el don del regalo, es la fiesta del regalo.
Regalo y envoltorio son dos caras de una misma moneda, hecho que desde siempre comprendieron los burúes de Costa Azul. El regalo es alegría envuelta, afecto encubierto, lo impredecible en ropajes predecibles, novedad ceñida de tela, papel, u otra cosa análoga. Regalo: cosa que alegra. Que Regalo significa que Alegro. Por eso son anagramas. Y esto vale para todo objeto del deseo que, aunque des-cubierto y desnudo desilusione, es igualmente aliciente espiritual para regodeo de algún otro. Regalar es envolver el ser del que regala para calcular su recepción en quien recibe: es en-volver, o sea volver-en el otro: en su mirada del regalo, en sus gestos, en sus palabras de agradecimiento o de agradecimiento fingido.
Creo que el día que al cumplir años regalemos nosotros mismos a nuestros invitados, tal como hacen los Hobbits. Creo que ese día seremos más pequeños. Y tendremos pies más peludos. Y nos ganaremos a Gandalf.